jueves, 6 de septiembre de 2007

Cómo funciona la naturaleza (por Julián)

La biosfera está hecha de ecosistemas, y un ecosistema consiste en una comunidad de seres vivos (biocenosis) que habitan un medio físico (biotopo), principalmente o agua o suelo. En un ecosistema los organismos interactúan entre sí y con su medio ambiente, a menudo de una manera no lineal, es decir, pequeños cambios en un ecosistema pueden provocar efectos desproporcionados. Esto sucede, por ejemplo, cuando se introducen unos cuantos ejemplares de una especie invasora. Las especies invasoras se reproducen ocupando el lugar de otras especies en el ecosistema, pudiendo transformar radicalmente el conjunto. Así sucedió, por ejemplo, cuando en 1859 un particular introdujo 24 conejos en su finca de Australia: la rápida reproducción del conejo en comparación con los marsupiales y la ausencia de depredadores naturales desencadenó pronto plagas de conejos en toda la isla, de devastadoras consecuencias para la agricultura, el suelo y muchas especies de marsupiales tales como Dasyurus geoffroii, una situación que dura hasta el día de hoy. Quizá el principio más importante de la ecología, y el más frecuentemente olvidado, es que la naturaleza muchas veces no es lineal, no lo es cuando la intensidad de los efectos no guarda relación con la de las causas. Pequeños cambios pueden causar grandes consecuencias.

Dinámica de poblaciones
Si nos fijamos en una población de organismos de una especie, hay dos tipos de procesos que pueden afectarla. El primer tipo son los procesos denso-dependientes, llamados así porque dependen de la densidad de la propia población. Por ejemplo, si una población de conejos se reproduce hasta alcanzar una gran cantidad de ejemplares por hectárea, acabarán agotando prácticamente toda la vegetación de la que se nutren, con lo que tendrán menos alimento, se reproducirán menos y la densidad de la población disminuirá. De este modo la población de conejos puede mantenerse oscilando en torno a una densidad óptima. El segundo tipo de procesos que afectan a las poblaciones son los denso-independientes, que ocurren al margen de cuál sea la densidad de población. Por definición forman parte del medio ambiente, aunque incluyen a las especies de la comunidad y no sólo a los factores físico-químicos. Por ejemplo, una sequía, una inundación o un nuevo predador llegan sin que importe cuántos conejos hay por hectárea, y la población se verá afectada. La importancia relativa de los procesos denso-dependientes y denso-independientes en el control de la densidad de la población varía con cada población concreta y en cada situación.
Durante muchas décadas se creyó que cuando una población apenas cambiaba a lo largo del tiempo era porque la controlaban factores internos, procesos denso-dependientes, y, por el contrario, que las poblaciones muy cambiantes estaban respondiendo a factores externos, independientes de la densidad. Ambas conclusiones venían avaladas por el modelo matemático más usado en dinámica de poblaciones: la ecuación logística. En la logística, el censo N de una población aumenta con una tasa de crecimiento r (natalidad menos mortalidad) que se ve frenada a medida que incrementa el número de individuos (denso-dependencia) hasta que la población se estanca en un valor máximo llamado capacidad de carga (K). Una vez alcanzada la capacidad de carga, sólo los factores externos, denso-independentes, pueden provocar grandes mortandades o crecimientos en la población; los factores internos, denso-dependientes, se encargan de contrarrestar tales fluctuaciones, y en ausencia de éstas mantienen la población regulada, oscilando suavemente por encima y por debajo de la capacidad de carga.
Esta visión de la dinámica de poblaciones es a grandes rasgos correcta, pero recibió una sorprendente vuelta de tuerca cuando se descubrió que la logística puede comportarse de manera muy extraña en función de la tasa de crecimiento (May, 1974). Si la tasa de crecimiento es mayor que dos, la población ya no se estanca alrededor de un solo valor sino que describe ciclos saltando en torno a dos valores. A medida que la tasa sigue aumentando, el ciclo de dos valores se “desdobla” y aparecen sucesivamente ciclos de cuatro valores, ocho, dieciséis… hasta que se supera el valor crítico de 2.692 y entonces se pierde cualquier tipo de regularidad: la población entra en un régimen caótico, saltando de una cantidad a otra al azar, sin ningún patrón. El hecho de que una ecuación tan sencilla se pudiera comportar de una manera tan desordenada causó una profunda impresión en ecología y unió de golpe el mundo de las matemáticas del caos con la biología de poblaciones. Pero la lección clave de esta historia es que modelos muy sencillos pueden producir dinámicas tremendamente complejas e incluso aleatorias. Es decir, en la naturaleza el azar y la complejidad no tienen por qué deberse a causas muy complejas o azarosas, pueden surgir por causas muy sencillas, de una manera determinista. Y en el tema específico de la dinámica de poblaciones, la conclusión es que procesos denso-dependientes pueden generar dinámicas muy oscilantes, no es necesario asumir que éstas se deben a factores denso-independientes.
Ahora bien, una cosa es que una ecuación indique que las poblaciones pueden entrar en caos y otra muy distinta es que eso suceda en la naturaleza. Esto último es muy difícil de probar porque resulta complicado distinguir el caos genuino originado por la dinámica de la población (caos determinista) de los cambios al azar que ocurren en ella por causas externas, aunque hay toda una serie de métodos matemáticos diseñados para lograrlo (Sugihara y May, 1990). Gracias a estos métodos conocemos algunas cosas relevantes (pocas) sobre el caos en las poblaciones reales. En el laboratorio, la tasa de crecimiento del escarabajo de la harina Tribolium castaneum puede manipularse de manera que la población muestra convincentes señales de estar en caos (Constantino et al., 1997). En la naturaleza, las poblaciones de una herbácea, la gramínea Agrostis scabra, presentan numerosos síntomas de régimen caótico cuando crecen en suelos muy productivos (Tilman y Wedin, 1991). No hay muchos más casos destacables de este tipo de estudios.
Algunos argumentaron que las poblaciones naturales no pueden estar en caos porque ante los vaivenes azarosos de este régimen lo más probable era que se extinguieran. Que el caos puede causar extinciones por mero azar es cierto a escala local, pero no a escalas mayores, en las que podría incluso reducir el riesgo de extinción (Allen et al., 1993). Esto es poco intuitivo a primera vista, pero puede entenderse analizando con cuidado qué es lo que ocurriría con una población en caos habitando un espacio concreto. Debido a que en el régimen de caos se amplifican mucho pequeños cambios locales, la población puede extinguirse en algunos parches del territorio pero lo compensará proliferando en otros y recolonizando desde ellas el terreno perdido. Es decir, al menos teóricamente, una población en caos puede subsistir siempre que la estructura espacial de su hábitat le permita dispersarse de un sitio a otro. En este sentido es sugerente que muchas poblaciones naturales se comporten de este modo, con eventos locales de extinción y recolonización enmarcados en una dinámica general de persistencia en un área. Este tipo de dinámica espacial deja abierta la posibilidad de que tales especies puedan entrar, o estén, en caos.
Al margen de la cuestión de si las poblaciones naturales están o no en caos, su característica más destacable es el ritmo al que cambian. En general, los mayores cambios en las poblaciones naturales suceden en tiempos largos. A escalas de tiempo pequeñas se observa que las poblaciones cambian menos. Como en física la frecuencia es la inversa de un periodo de tiempo, se dice que las poblaciones se mueven sobre todo en frecuencias cortas. Como en la luz la frecuencia más corta corresponde al color rojo, se ha acuñado la expresión de que las poblaciones tienen "ruido rojo" (Pimm y Redfearn, 1988). El predominio de ritmos largos en la dinámica de las poblaciones implica una especie de memoria a corto plazo en los ecosistemas, ya que en escalas de tiempo pequeñas las poblaciones permanecen más o menos iguales a sí mismas, lo cual no sucede a largo plazo. Si las poblaciones cambian con ritmos más largos que un año es probable es que estén respondiendo a factores denso-dependientes, ya que en el ambiente no suelen darse ciclos de periodicidad mayor que la anual, aunque siempre hay que examinar la duración de las épocas de sequía y factores de ese tipo. Así que no se puede decir a priori si el "ruido rojo" se debe a factores denso-dependientes o denso-independientes, dependerá del caso concreto. El "ruido rojo" tampoco excluye la posibilidad de caos en las poblaciones, ya que una población en caos cambiaría con ritmos muy cortos localmente pero más largos a una escala espacial mayor (Bascompte y Solé, 1995).
El que las poblaciones se dediquen a extinguirse en parches locales y a recolonizarlos tiene consecuencias drásticas en la manera en que se extinguen las especies. Con el tiempo una especie se extinguirá si lleva una dinámica poblacional con más extinciones locales que recolonizaciones. Esto significa que una especie puede estar de hecho condenada a extinguirse pero persistir durante generaciones hasta que se consume su destino. Lo cual nos da ciertas expectativas nada halagüeñas sobre la moderna crisis ambiental que nuestra especie ha desencadenado. La acción del ser humano a menudo provoca que los hábitats se fragmenten en parches, a causa de la deforestación, la construcción de infraestructuras, etc. La fragmentación de hábitats es uno de los motivos principales de extinción de especies hoy en día, y los modelos indican que incluso ante una fragmentación moderada es de esperar una extinción retardada pero inevitable de especies, hasta de las más competitivas. Estas especies que permanecerán un tiempo en el ecosistema estando ya marcada su extinción constituyen lo que se llama "deuda de extinción" (Tilman et al., 2002). Por deuda de extinción, muchas especies que actualmente siguen con nosotros desaparecerán en un futuro no lejano.

El modelo predador-presa
Uno de los ejemplos mejor estudiados sobre dinámica de poblaciones se refiere a los ciclos de 9 a 11 años que describen las poblaciones de lince canadiense (Lynx canadensis) y de liebre boreal (Lepus americanus). Hay una cantidad tremenda de datos que forman una serie temporal a lo largo de más de un siglo, debidos principalmente al registro de las pieles que vendían los tramperos. Esto podría parecer poco riguroso, pero hay estudios que demuestran que los ciclos observados no se deben a una mala recogida de información, sino que son reales (ver Stenseth et al., 1997). La explicación más simple que recibieron estos ciclos es que un sistema formado por un predador y una presa tiende a oscilar cíclicamente, como se puede ver mediante modelos matemáticos sencillos de la relación predador-presa (ecuaciones de Lotka-Volterra, ver cuadro 1). Básicamente, cuando hay pocas presas, los predadores se reproducen poco, con lo cual su población desciende. Al haber pocos predadores, las presas se reproducen más y su población aumenta. Pero entonces los predadores pueden cazar más y se reproducirán hasta que haya muchos. Esta gran densidad de predadores hará que disminuya la población de presas, con lo que el ciclo volverá a empezar. Se dice que la relación predador-presa es simétrica porque la abundancia del uno depende de la abundancia del otro y viceversa.
El modelo predador-presa ocupa un papel central en ecología, pero no hay que perder de vista que la naturaleza no tiene por qué ajustarse a un modelo tan sencillo. En el caso de la liebre y el lince, si se analizan con cuidado las series temporales se encuentra que la realidad es más compleja. Los métodos de análisis de series temporales permiten averiguar que la población de liebre presenta tres dimensiones, y la del lience sólo dos. Las dimensiones son aquí los factores ecológicos principales que influyen en las poblaciones, y probablemente para la liebre sean la abundancia de alimento, la densidad de población de la propia liebre y la densidad de predadores. Para la liebre, el mundo sería vegetación-liebres-predadores. Para el lince la vida es más simple aún: liebres-linces. Como la liebre no es cazada únicamente por el lince, sino también por muchos otros predadores del bosque boreal (lobo, zorro, coyote, águila real...), la población de liebres no depende sólo de la población de linces. Por tanto la relación predador-presa es aquí asimétrica, en contra de lo que asume el modelo clásico, ya que en este caso es la presa la que controla al depredador pero el depredador no controla a su vez a la presa (Stenseth et al., 1997). Una sistema de esta clase, en la que un elemento (lince) es controlado por otro (liebre) al cual no controla, se llama sistema de control de donador. El donador en este ejemplo es la liebre, cuya abundancia controla la del lince.

Coexistencia de especies
Un depredador puede coexistir con su presa siempre y cuando no la extermine totalmente, ya que depende de ella para sobrevivir. ¿Pero qué pasa cuando hay varias especies muy parecidas, varias presas, por ejemplo, conviviendo juntas en el mismo hábitat? Si las especies tienen diferentes habilidades para competir en su medio ambiente, ¿por qué al cabo del tiempo no queda sólo una, la más competitiva? ¿Por qué observamos en la naturaleza tantas especies coexistiendo en el mismo lugar? Porque una cosa está clara: dos especies no pueden coexistir utilizando exactamente los mismos recursos. Al final, una de ellas, la que compita mejor por el recurso más escaso, será la que prevalezca, y la otra se extinguirá. Este argumento aparentemente tan lógico se llama el principio de exclusión competitiva, anteriormente era el axioma de Grinell o el principio de Volterra-Gause (ver Hardin, 1960). La última denominación se debe a que fue propuesto teóricamente por Volterra y fue Gause quien lo confirmó cultivando juntas dos especies de paramecios en el laboratorio: Paramecium caudatum y Paramecium aurelia. Encontró que la primera especie desplazaba a la segunda por la rapidez con que utilizaba el alimento, pero la segunda desplazaba a la primera por su resistencia a los productos de desecho (Gause et al., 1934). La persistencia de una u otra especie dependía del tipo de medio de cultivo, y la idea de que las especies se desplazan las unas a las otras según sus habilidades competitivas ganó rápidamente popularidad en ecología. A ello contribuyó que la competencia entre especies daba respaldo a la teoría de la evolución por selección natural de Darwin.
Si las especies tienden a excluirse unas a otras por competencia y vemos cada día muchas especies coexistiendo, o bien es que no hay competencia o bien hay mecanismos que les permiten evitar la competencia y que no observamos directamente. Para resolver este problema es necesario introducir el concepto de nicho, que por desgracia es muy abstracto. Imaginemos que a cada especie le corresponde algo llamado nicho fundamental, que es... el espacio ecológico donde puede sobrevivir. Es decir, si representamos los individuos de una especie en un espacio cuyas dimensiones sean los factores ecológicos que influyen en su supervivencia (n dimensiones), el nicho fundamental sería el hipervolumen de n-dimensiones que encerraría a todos los puntos. Si se proyecta el nicho fundamental en cada dimensión, se definen los valores de tolerancia de la especie a cada factor ecológico. En realidad el nicho fundamental es una especie de idea platónica, muy criticable y peligrosa por ello, porque no es algo real, pero a la vez muy eficaz como manera de entender la causa de que las especies ocupen unos hábitats y no otros. Si en un biotopo concreto los factores ecológicos permiten que exista la especie, se realiza en él un trozo del nicho fundamental que se denomina nicho real (Hutchinson, 1957). Cuando en el biotopo haya dos especies dentro del mismo nicho real, el principio de exclusión competitiva nos dice que competirán hasta que prevalezca una de ellas. Es decir, si los nichos fundamentales de dos especies solapan parcialmente, ocurrirá exclusión competitiva y una de las especies perderá esa porción de nicho. O dicho de otro modo, si la competencia es intensa entonces dos especies no pueden ocupar el mismo nicho real.
Equipados con la idea de nicho, continuemos con el problema de la coexistencia entre especies, pasando ahora a pensar qué tipo de relación es la competencia. Claramente se trata de una relación negativa para las especies que compiten: tanto la una como la otra salen perdiendo mientras compiten. Por eso lo mejor que pueden hacer dos especies parecidas es... evitar competir demasiado intensamente. Las especies evitan competir segregándose a nichos separados, no solapantes. Hay muchos ejemplos de segregación de nicho, y uno de los más llamativos se refiere a las comunidades de pajarillos del género Dendroica en los bosques de coníferas del Nordeste de Estados Unidos. En un trabajo impresionante por la precisión de sus observaciones, Robert MacArthur (1958) demostró cómo diferentes especies de Dendroica se repartían el espacio ecológico donde habitaban: el árbol. Cada especie prefería alimentarse en una zona distinta del árbol, evitando así competir directamente con las demás. De esta manera las especies podían coexistir juntas en el mismo bosque siendo muy parecidas entre sí. La clave de su pacífica coexistencia es que cada especie se había segregado a un nicho espacial distinto en el árbol, por lo que evitaban interferir demasiado unas con otras. En la naturaleza la segregación de nichos se observa por doquier, con tantos ejemplos como no es posible ni siquiera comentar sucintamente en este capítulo (ver Hutchinson, 1965).
La competencia desencadena que las especies se repartan el espacio ecológico disponible segregándose a nichos distintos, pero, ¿hasta qué punto ocurre esto en la naturaleza? ¿Es la competencia lo bastante intensa como para que los nichos de las especies no solapen? Hay un firme indicio de que esto es así en ambientes muy estables, donde hay tiempo suficiente como para que se alcance la exclusión competitiva entre especies (varias generaciones de las especies en cuestión). El indicio consiste en que la abundancia de individuos de diferentes especies en las comunidades se reparte como sería de esperar si las especies ocuparan nichos no solapantes. Esto se aprecia mediante el modelo del palo roto, o de MacArthur (1957): si imaginamos que el espacio ecológico total es una línea, cada especie ocupará un segmento, de longitud proporcional a su abundancia. Rompiendo la línea al azar en segmentos no solapantes, el reparto de abundancias resultante es sorprendentemente muy similar al que proporcionan los datos reales de comunidades de pájaros. Pero rompiendo la línea al azar en segmentos que puedan solapar, el reparto de abundancias obtenido está mucho más lejos del real. Esto sugiere poderosamente que al menos en ambientes estables las comunidades naturales constan de especies que ocupan nichos no solapantes, es decir, que la segregación de nicho por competencia es efectivamente intensa. Este indicio es firme porque el modelo del palo roto se ajusta al reparto natural de abundancia de especies en una cantidad enorme de casos, desde comunidades de algas microscópicas crecidas sobre portaobjetos hasta las de grandes vertebrados terrestres (Hutchinson, 1957, 1961). A menudo dos especies muy semejantes parecen ocupar exactamente el mismo nicho, pero en realidad están separadas por una diferencia de tiempo, por ejemplo, desarrollan su actividad vital en épocas del año distintas, con lo cual evitan coincidir y competir intensamente. Esta separación temporal de los nichos ocurre a menudo en plantas herbáceas, como resulta evidente si nos damos cuenta de que cada mes de la primavera tiene sus flores características.
Pero en ambientes muy inestables el modelo del palo roto no describe bien la abundancia relativa de especies. El ejemplo clásico de estas comunidades es el plancton, el conjunto de seres vivos diminutos que flota en las aguas dulces y saladas. En el plancton a menudo hay decenas de especies de algas microscópicas coexistiendo, lo cual es difícil de comprender recurriendo a la segregación de nichos. ¿Cómo es posible que haya decenas de nichos distintos en unas aguas de características físico-químicas homogéneas? Esto se conoce como la paradoja del plancton (Hutchinson, 1961). La solución más plausible es que las especies están coexistiendo gracias a que ninguna de ellas puede excluir competitivamente a las demás porque el ambiente acuático es inestable a una escala de tan sólo días, como consecuencia de la extrema sensibilidad de estos microorganismos acuáticos a las condiciones meteorológicas de temperatura y precipitaciones. También influyen las complejas relaciones entre comunidades planctónicas y estructura de las corrientes del agua, y las interacciones predador-presa, todo lo cual puede dar lugar a dinámicas caóticas en las que se dificulta la exclusión competitiva (Scheffer et al., 2003).
En las comunidades organizadas por exclusión competitiva, la abundancia relativa de especies sigue bastante de cerca la que predice el modelo del palo roto, pero se ajusta mejor a una clase de distribución estadística llamada... log-normal canónica (Preston, 1962). Mejor aún se ajusta un modelo similar al del palo roto pero que parte de un espacio ecológico en tres dimensiones del cual se separan al azar trozos no solapantes (Sugihara, 1980). Sin embargo, por ahora la distribución más cercana a los datos reales es una que se deduce de una premisa que suena extraña: que la cantidad de especies aumenta con el área de una manera que no depende de lo grande o pequeña que sea ésta. Es decir, por ejemplo, si en un área hay una cantidad de especies, en un área diez veces mayor habrá el doble de especies, da igual que el área inicial sea un metro cuadrado o un kilómetro cuadrado. Este ejemplo no es caprichoso sino que es precisamente esa la relación especies-área que se observa en la naturaleza. Aunque la regla no es exacta, resulta una generalización sorprendentemente robusta y fiable para todas las especies, incluyendo a los microorganismos del plancton (Smith et al., 2005). La relación especies-área es de una clase que se llama independiente de la escala, precisamente porque se cumple sin importar si se trata de áreas pequeñas o enormes. Las cosas como esta, que no cambian al cambiar la escala, se denominan fractales. En la naturaleza aparecen relaciones fractales muy a menudo (ver Solé et al., 1999), siendo la relación especies-área uno de los casos más destacados. Por ejemplo, el relieve del suelo es un objeto fractal, porque presenta el mismo aspecto si se mira a una escala muy pequeña (suelo) o a una escala muy grande (cordillera). Por eso se dice que los fractales son auto-similares. Pues bien, partiendo de que la relación especies-área es fractal, se obtiene una distribución de abundancia de las especies que es la que más se acerca a la real (Harte et al., 1999). Lo cual sugiere que la vida en la Tierra se distribuye siguiendo leyes fractales, independientes de la escala espacial a la que analicemos la naturaleza. ¿Cuál puede ser la causa de esto?

¿Se encuentran las comunidades en estado crítico?
Merece la pena detenerse a indagar cuál es el origen de las relaciones fractales que observamos en los ecosistemas, porque al darles una explicación común a todas ellas nos acercaríamos a lograr una teoría unificada, general, de cómo funciona la naturaleza. Alcanzar una teoría unificada es, desde luego, lo máximo a lo que puede aspirar la ecología como ciencia. Hay un modelo de muy amplio uso que explica el origen de los fractales en el comportamiento de un sistema y en su estructura. En muchos sistemas muy diferentes (luminosidad de estrellas, flujo del río Nilo, resistencias... ) se observa el llamado ruido 1/f, o inverso de la frecuencia, simplemente una oscilación fractal, sin ninguna escala característica, es decir, un comportamiento fractal a lo largo del tiempo. Este comportamiento fractal puede dejar como huella estructuras fractales en el sistema, de la siguiente manera. Cuando un sistema, formado por varios elementos que interaccionan entre ellos, es atravesado por un flujo de energía que lo organiza hasta alcanzar una estabilidad mínima, es decir hasta dejarlo al borde mismo de la catástrofe, se dice que alcanza un estado crítico como resultado de un proceso de autoorganización. En el estado crítico autoorganizado, el sistema está al borde del caos y en esta situación se dan correlaciones de largo alcance entre sus componentes, con lo cual las respuestas del sistema al flujo de energía se presentan como fractales. Entonces el sistema parece comportarse de la misma manera visto a escalas muy pequeñas como a escalas muy grandes. Cualquier perturbación en el sistema se amplifica a través de las escalas espaciales hasta que se frena, y el tamaño de las perturbaciones a lo largo del tiempo sigue una distribución fractal, es decir, aparece el ruido 1/f en la dinámica del sistema y se observan como consecuencia estructuras fractales en su aspecto (Bak et al., 1987). El ejemplo más simple y famoso de proceso crítico autoorganizado es el crecimiento de una pila de arena formada arrojando granos de arena uno a uno en el mismo sitio. El montón de arena crece hasta alcanzar un estado crítico en el cual la adición de un solo grano desencadena una avalancha. Avalanchas de distintos tamaños se suceden a medida que añadimos más y más granos de arena. Tanto modelos matemáticos sencillos como experimentos con granos de arroz indican que el tamaño de las avalanchas (número de granos implicados) sigue a lo largo del tiempo una distribución factal, esto es, aparece el ruido 1/f (Bak et al., 1987, revisión en Gisiger, 2001). Las señales dejadas por las avalanchas formarán, como es lógico, un paisaje fractal.

Así que la gran pregunta que suscitan los fractales de los ecosistemas es si la naturaleza se encuentra en estado crítico autoorganizado. La respuesta no es sencilla porque la presencia de fractales en un sistema no siempre se debe a criticalidad autoorganizada, y lo mismo pasa con el ruido 1/f. Es necesario investigar caso por caso si en un ecosistema determinado se dan a la vez estructuras fractales y dinámica fractal (ruido 1/f), y si son del tipo que sería de esperar si su origen fuese el estado crítico autoorganizado (ver Gisiger, 2001). Por ejemplo, en las selvas tropicales la distribución de huecos entre los árboles es fractal en tamaño y tiempo, y es bastante seguro que la causa sea que la selva se encuentra en estado crítico autoorganizado (Solé y Manrubia, 1995). Los granos de arena serían los árboles cayendo al morir, y las avalanchas serían los huecos que dejan al arrastrar otros troncos en su caída. Otro caso bien documentado es la extinción de avifauna ocurrida en las islas Hawaii. A medida que se introdujeron especies foráneas de aves ocurrieron avalanchas de extinción con rasgos fractales, y la explicación más sencilla es que la adición de especies (granos de arena) hizo que el ecosistema alcanzase un estado crítico en el que se sucedieron avalanchas de extinción con una distribución fractal en el tiempo (Keitt y Marquet, 1996). En este sentido es impresionante la evidencia que presenta el registro fósil a favor de que los ecosistemas se hallan en estado crítico autoorganizado: los eventos de extinción y de diversificación siguen a lo largo de cientos de millones de años leyes fractales, es decir, a medida que la evolución va añadiendo nuevas especies ocurren avalanchas de extinción con distribución 1/f, y de manera muy similar a la que predice un modelo sencillo de estado crítico (Sneppen et al., 1995).
En vista de toda esta evidencia, parece razonable concluir que en general los ecosistemas parecen encontrarse en estado crítico autoorganizado tanto en la distribución de los individuos (sugerido por los fractales de la relación especies-área y de la selva) como en el nivel de las comunidades de especies (como implica la dinámica fractal de extinciones de aves en Hawaii y en el registro fósil). De ser esto así, los ecosistemas contienen el máximo de especies compatible con un mínimo de estabilidad y están constantemente bajo la tensión provocada por el proceso evolutivo, que añade nuevas especies (granos de arena) y la limitación de recursos, que es la causa de que ocurran avalanchas de extinción de especies. Desde esta perspectiva la naturaleza está siempre al borde de un evento de extinción cuyas dimensiones no podemos predecir con exactitud sino en términos de probabilidad. Lo atractivo de la idea de una naturaleza en estado crítico autoorganizado es que explicaría tanto la relación especies-área, y por tanto, según lo que ya se ha comentado, la abundancia relativa de especies, como la dinámica de extinción de especies a escala temporal corta y la historia de diversificación y extinción que muestra el registro fósil. Son bastantes facetas muy distintas del funcionamiento de la naturaleza que hallarían su explicación en un principio común relativamente sencillo: la criticalidad autoorganizada.

Diversidad de especies y estabilidad
El ejemplo de las extinciones de aves en Hawaii ocurridas al introducir nuevas especies suscita una de las grandes preguntas de la ecología: ¿cómo afecta a la estabilidad de un ecosistema la cantidad de especies que tiene? Las dos opciones más simples son que cuantas más especies, más estabilidad, o al revés. Si la naturaleza se encuentra generalmente en estado crítico autoorganizado al nivel de las comunidades, la adición de especies hará más crítico aún su estado, por lo que cuantas más especies, menos estabilidad. Sin embargo es fácil darse cuenta de que la respuesta no puede ser tan sencilla. Si lo fuera, los ecosistemas tenderían a un número mínimo de especies, cosa que no sucede. Al contrario, a medida que se desarrolla un ecosistema la cantidad de especies aumenta. Es un hecho comprobado hasta la saciedad, y uno de los casos más estudiados es el de la isla volcánica de Surtsey (Islandia), una extensión de lava que afloró del lecho oceánico del Atlántico Norte en 1963 y formó un nuevo territorio que fue colonizado poco a poco por organismos terrestres. En 1965 se detectó la primera especie de planta vascular creciendo en la isla, los musgos llegaron en 1967 y los líquenes en 1970. Para 1990 había 25 especies de herbáceas y nidificaban seis especies de aves marinas, de las cuales la primera había empezado a reproducirse en 1970. No había otras clases de vertebrados aún, pero sí una comunidad de invertebrados que también se ha desarrollado lentamente (Fridriksson y Magnússon, 1998).
En cualquier territorio virgen las especies se instalan una tras otra y la cantidad total de especies (riqueza, o diversidad) se incrementa hasta llegar a un límite. En algunos ecosistemas este límite es muy bajo, como en los desiertos, pero en otros, como la selva tropical o los arrecifes de coral, se mantiene constantemente una cantidad enorme de especies. Que la naturaleza sea un sistema crítico quizá sólo significa que los ecosistemas tienden a sostenerse con tantas especies como pueden soportar, y añadir más especies conduce a extinciones. De ahí la existencia de límites de diversidad: por mucho que lo intentemos, y por poner un ejemplo claro, es imposible mantener poblaciones naturales de trescientas especies de pájaros en un jardín de diez metros cuadrados. Sencillamente no hay recursos para todas, sus nichos tienen que solapar forzosamente y la exclusión competitiva purgará la comunidad hasta reducirla a un número razonable de especies.
Entonces la pregunta se transforma en si los ecosistemas son más estables por albergar a más especies. Y parece ser que sí, lo son. El experimento clave que cambió nuestro punto de vista sobre esta cuestión fue realizado a lo largo de 10 años en parcelas naturales sembradas con cantidades distintas de especies de hierbas. Las parcelas con más especies resistían mejor la sequía y se recuperaban de ella antes que las parcelas con menos especies. Claramente la producción del pasto era más estable cuantas más especies hubiera en él. Esto es un argumento muy convincente de que un ecosistema más diverso es más estable frente a las perturbaciones externas (Tilman et al., 1994). Una cantidad considerable de evidencias, procedentes de ecosistemas muy diferentes, se ha acumulado en los últimos años en apoyo de la hipótesis divesidad-estabilidad (ver MacCann, 2000, Loreau et al., 2001). Además se ha encontrado que los ecosistemas más diversos tienden a ser los más productivos, es decir, aquellos donde la vida crece más rápido (Loreau et al., 2001). Quizá una parte de esa productividad se debe a que se desarrollan en lugares con muchos nutrientes, pero otra parte seguramente es causada por su diversidad. Es sencillo de entender si pensamos en el llamado “efecto portafolios”, un principio de economía según el cual un portafolios más diverso pierde menos hojas, es decir, tener muchos negocios distintos reduce las posibilidades de arruinarse completamente. Si imaginamos que todas las especies crecen al mismo ritmo, muchas especies (negocios) juntas sumarán más crecimiento (darán más dinero) que pocas especies. Las consecuencias prácticas de estas ideas son evidentes: debemos evitar la extinción de especies por un motivo claro, materialista y nada místico: porque cuantas más especies originales podamos conservar en los ecosistemas, menos le afectará al conjunto las catástrofes naturales, más producción vegetal y animal tendremos, y por tanto el ecosistema nos prestará sus servicios de una manera más abundante y más estable.
Seguramente las especies mejoran la estabilidad de su ecosistema mediante el efecto portafolios. En la versión económica de este efecto, si falla un negocio, quedarán otros, sería muy raro que todos fueran mal a la vez. En la naturaleza las especies que responden de manera diferente a los cambios son los negocios que lleva un ecosistema. Cuantas más especies, más estable resultará el conjunto, porque, aunque a una especie le vaya mal, a muchas otras puede irles bien. Las especies actuarían así como seguros frente a las catástrofes en el ecosistema. El efecto portafolios implica que las especies sean bastante independientes unas de otras, es decir, si a una le va mal a muchas otras puede seguir yéndoles bien. Se piensa que la clave de la relación diversidad-estabilidad es precisamente esa, que las especies se relacionen unas con otras de una manera débil. Mantener pocos vínculos muy fuertes tiende a desestabilizar un sistema. Es fácil darse cuenta si imaginamos un ecosistema donde todos los predadores dependen prácticamente de una sola especie de presa. Si a la presa le va mal y su población disminuye, les irá mal a todas las especies de predadores. En cambio, mantener muchos vínculos poco intensos da estabilidad, porque si uno de los vínculos falla quedarán los demás. Si varias especies de predadores se nutren de varias especies de presas cada uno, no les afectará demasiado el que a una de ellas le vaya mal. Es decir, las comunidades tienden a ser más estables si las especies establecen entre sí muchos vínculos (alta conectancia) débiles (baja intensidad, ver MacArthur, 1955). Este debe de ser el caso en la naturaleza, ya que en simulaciones de ordenador resulta que comunidades construidas de modo aleatorio (con muchas o pocas interacciones entre especies, y de intensidad fuerte o débil) no se observa la relación diversidad-estabilidad, es decir, cuantas más especies, más inestables resultan (May, 1973). Si observamos por el contrario que las comunidades naturales son en general más estables cuanto más diversas, debe de ser porque tanto la cantidad de interacciones entre especies como su intensidad han sido seleccionadas a lo largo de las generaciones de manera que refuerzan la estabilidad del conjunto. Esto es lógico porque si una especie se dedicase a desestabilizar su comunidad, su población cambiaría mucho y frecuentemente, y seguramente acabaría por extinguirse, o dicho de otro modo, las especies que "la liaban" demasiado en su comunidad no están aquí para contarlo, sólo las "buenas compañeras". Que los ecosistemas tienden a organizarse de un modo cada vez más estable es una consecuencia de su misma naturaleza, como se comentará al hablar de la sucesión ecológica.
Por tanto, en general, las especies parecen haber evolucionado en la dirección en la que contribuyen a estabilizar las comunidades que habitan. De ahí que sea extremadamente arriesgado introducir una especie foránea en un ecosistema, puede que sus interacciones con sus nuevas especies compañeras sean demasiado intensas y desestabilice el conjunto, de ahí el problema de las especies invasoras. Un matiz importante es que la estabilidad en los ecosistemas no depende directamente de la cantidad de especies que tienen sino de su capacidad para mantener a la vez muchas especies que respondan de manera diferente a los cambios (McCann, 2000). Esto lleva a una última cuestión sobre diversidad de especies, ¿por qué unos ecosistemas son más diversos que otros? ¿Qué es lo que mantiene a más especies viviendo en una selva tropical que en un desierto, por ejemplo? Lo primero que se le ocurre a uno es que los ambientes con muchos recursos alimenticios evidentemente pueden sostener a más especies (McCann, 2000), y quizá esta sea la diferencia fundamental entre sistemas relativamente diversos del tipo de las praderas o los bosques caducifolios y sistemas poco diversos como desiertos cálidos o tundras.
Sin embargo, los ecosistemas más diversos del planeta, la selva tropical y los arrecifes de coral, no se caracterizan precisamente por desarrollarse en ambientes ricos en nutrientes. El suelo de la selva es muy pobre y rápidamente se recubre de una costra de oxihidróxidos de hierro y aluminio (laterita) que dificultan el crecimiento vegetal, y los arrecifes de coral sólo pueden crecer precisamente en aguas pobres en nutrientes, muy transparentes y bastante cálidas. ¿Cómo es posible que sistemas escasos de nutrientes alberguen tanta diversidad? La clave parece ser que ni la selva tropical ni los arrecifes coralinos están en equilibrio. Frecuentes perturbaciones externas, debidas sobre todo al clima, favorecen ora a unas especies, ora a otras. Si no ocurriera esto, se alcanzaría un equilibrio en el que la diversidad sería menor, ya que la exclusión competitiva actuaría depurando los nichos. Esta idea fue propuesta por Connell (1978) para especies de árboles tropicales y especies de corales, en uno de los artículos más citados de la historia reciente de la ecología. Otro de ellos (Paine, 1966) también indaga brillantemente en las causas de la diversidad de especies, pero desde el punto de vista de la relación entre predadores y presas. En las comunidades de animales que habitan las costas rocosas en la zona de mareas se observa que cuantos más predadores hay, mayor es la diversidad de especies. Se cree que las especies predadoras están evitando que una sola especie de presa monopolice todos los recursos, en este caso el espacio donde vivir sobre las rocas. A medida que las especies de presas competen entre sí, la ganadora se hace cada vez más abundante, pero precisamente a causa de ello los predadores la cazan mejor y al hacerlo frenan su expansión. De esta manera, los predadores evitan que la comunidad de presas alcance el estado de equilibrio en el que se ha realizado la exclusión competitiva, y al hacerlo dejan espacio para que especies menos abundantes puedan proliferar. Como resultado, se alcanza una mayor diversidad en el reparto de individuos en especies. Desde esta perspectiva, las comunidades de presas de los ecosistemas tropicales son muy diversas porque hay muchos predadores, lo cual nos lleva a plantearnos por qué puede haberlos. Quizá el clima tropical, cálido y húmedo durante todo el año, sin apenas estaciones, permite que evolucionen más predadores (Paine, 1966) que en un clima donde la abundancia de presas sea marcadamente estacional y por tanto determine una mayor competencia entre el gremio, y ya se sabe que a mayor competencia, más exclusión competitiva, menor diversidad, etc.
Como conclusión, determinar las causas de que un ecosistema sea más diverso que otro requiere comparar sobre todo en la cantidad de nutrientes, la frecuencia de perturbaciones, la cantidad de predadores y quizá también la estacionalidad. Si nos fijamos, todos estos factores favorecen la diversidad cuando actúan dificultando la exclusión competitiva entre especies. Así que se diría que la causa última de la diversidad es una competencia débil entre las especies. La competencia entre especies y la relación predador-presa (o consumidor-consumido) destacan como relaciones ecológicas absolutamente claves para explicar la organización y el funcionamiento de la naturaleza. Conviene destacar a estas alturas los efectos de la competencia: causa exclusión competitiva, desencadena diferenciación de nicho por selección natural y reduce la diversidad en las comunidades de especies similares.

Bibliografía citada
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3 comentarios:

Raúl Ochoa dijo...

Muy interesante y enjundioso. Permíteme que lo lea con calma, lo repose, y entonces intentaré contestar a tamaña declaración de principios. A fe mía que fazañas tales no han de ser tenidas en poco.

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

Vaya Raúl, me parece que me he cargado tu blog con un solo post (!!!). ¿Es tan poco posteable como parece? (Yo te avisé, de todos modos :p).