En un mundo heredero de la mentalidad neoclásica, ilustrada, en el que la mayor parte de los problemas, y por extensión de las investigaciones, se plantean de una manera lineal, esencialmente mecanicista, y en el que las respuestas a tales planteamientos se caracterizan por el mismo nivel de simplicidad, se hace necesario un cambio global de paradigma en el que tome el principal protagonismo la forma de pensar compleja y no lineal que, en realidad, caracteriza al mundo que nos rodea, tanto en su vertiente ecológica, esto es, el mundo natural que nos acoge, como en la social y económica. Los cambios graduales asociados al incremento o decremento gradual en uno o varios factores no son sino la excepción que confirma la regla en un mundo de cuencas de atracción separadas entre sí por umbrales de cambio. De la misma manera sucede con la estabilidad de los ecosistemas, en general e históricamente asociada a una mayor madurez en términos sucesionales y a una mayor diversidad o riqueza específica. Esta visión, fuertemente sesgada por la corriente de pensamiento clementsiana tan extendida entre el mundo de la botánica ha sido puesta en entre dicho por multitud de investigaciones que en los últimos tiempos han demostrado cómo no necesariamente la estabilidad queda definida por los mencionados conceptos de diversidad y riqueza específica y, lo que es más importante, han demostrado la necesidad que existe de cambiar nuestra concepción fijista asociada al concepto de clímax por una concepción de los ecosistemas como estructuras complejas y altamente dinámicas definidas por el tipo y la intensidad de las relaciones que se dan entre las partes, abióticas y bióticas, que se interrelacionan en una dimensión espacio-temporal definida.
De este nuevo marco de la complejidad en el que actualmente se mueve la ecología surgen una serie de nuevos conceptos tales como el de resiliencia o el de la perturbación intermedia, que hacen frente a una corriente de pensamiento mantenida por aquellos que todavía tratan de adaptar aquello que se muestra en la naturaleza a los esquemas preconcebidos que nuestras redes neuronales muestran, de forma engañosa, como los más plausibles. Por otra parte se hace cada vez más patente la importancia de tener en cuenta la escala de análisis (entendida en términos de grano y extensión) a la hora de sacar conclusiones y, sobre todo, a la hora de generalizar a partir de la toma de datos fuertemente sesgados que, en general, no muestran sino una fracción muy reducida, y no integrada e integradora, de la realidad.
El término de diversidad funcional, por ejemplo, trasciende el alcance del significado que se le ha atribuido históricamente al de diversidad biológica para hacerse de eco de la distinta importancia o diferente papel que pueden tener las distintas especies que forman una comunidad en el seno del ecosistema del que son, a la vez, parte integrante e integrada. Así es que los modelos simplistas que han tratado de explicar de forma tradicional la relación existente entre la riqueza de especies y la estabilidad ecológica, a saber, el modelo lineal de la riqueza de especies-diversidad de MacArthur (1955), el modelo idiosincrático de Lawton (1994), el modelo de remaches de Ehrlich & Ehrlich (1981) y el modelo de conductores y pasajeros de Walker (1992), entre otros, deben ser superados, y de hecho lo han sido, por otros modelos integradores como el propuesto por Peterson et al. (1998). Este modelo pretende poner de manifiesto la importancia que tiene no sólo la riqueza de especies, sino la diversidad de grupos funcionales (entendidos estos como los distintos papeles que juegan las especies en un determinado ecosistema, así, por tanto, sería un concepto similar al de nicho ecológico) dentro de una misma escala espacio-temporal de análisis, así como la importancia que tiene el hecho de que estos grupos funcionales se distribuyan de la manera más equitativa posible a través de las distintas escalas de análisis de que consta un ecosistema. De esta manera, cuando abordamos un estudio ecológico de un determinado territorio no podemos olvidarnos de la importancia de la escala a la hora de analizar la influencia de un determinado proceso. Además, la estrecha conexión entre los diferentes elementos que configuran y que mantienen cohesionado al ecosistema permite que procesos que tienen lugar a pequeña escala, como por ejemplo una pequeña chispa que prende en el verano allí donde domina la necromasa seca, pueden transmitirse, y de hecho generalmente lo hacen, a escalas superiores, de manera que, siguiendo con el ejemplo previamente planteado, el bosque, el pastizal o el ecosistema de que estemos hablando puede ver comprometida su persistencia en el tiempo, al menos igual a sí mismo, por culpa de un proceso que, como hemos visto, tuvo su origen en la pequeña escala. Sería pues la intersección entre lo que podríamos llamar resiliencia entre y dentro de la escala, asociada la primera a una supuesta redundancia en la función ecológica, la que permitiría al ecosistema en cuestión hacer frente de una manera exitosa a las perturbaciones, de manera que la pérdida de esa redundancia en la función ecológica implicaría un aumento en su vulnerabilidad ante fenómenos de perturbación continuados. De hecho, en la actualidad se tiende a aunar los conceptos de resiliencia, tanto ecológica como ingeniera, y de resistencia en un único concepto global de resiliencia, entendida como la capacidad de un sistema de soportar perturbaciones en un contexto cambiante mientras conserva sus funciones. Así pues, queda patente cómo la característica que realmente define a un ecosistema frente a otro es la función, o dicho de otro modo, la interconexión, en términos de flujo de materia y energía, que se produce entre los distintos elementos que lo forman.
Apropiándonos del famoso aforismo, podríamos decir sin temor a equivocarnos que es la escala la que crea el fenómeno. Por tanto, y volviendo a hacer hincapié en lo ya mencionado, no podemos abordar un estudio ecológico sin saber en qué escala de análisis (local, regional o nacional) nos estamos moviendo. Por esto mismo, no debemos encarar los problemas ambientales sin tener en cuenta los niveles escalares de eco-topo, eco-localidad, eco-sección y eco-región. Haciéndonos eco de los preceptos de la economía ecológica y de las diferentes disciplinas ecológicas afines a ella, entendemos la necesidad de generar, esto es, de recuperar, o de mantener en los sistemas naturales una elevada resiliencia que asegure un máximo de servicios ambientales. Esta resiliencia, fruto de una gestión a diferentes escalas que maximice los servicios ambientales, se consigue sometiendo al sistema a perturbaciones leves periódicas que le impidan alcanzar la fase K (conservación) en el marco del bucle adaptativo de la hipótesis de la Panarquía (Gunderson & Holling, 2001). Esta fase K en la que predominan los cambios lentos sería extremadamente vulnerable a grandes perturbaciones y es susceptible de colapsar, de manera que las pequeñas perturbaciones periódicas mencionadas, asociadas a la teoría de la perturbación intermedia (p. e. Wilkinson, 1999), evitarían el colapso del sistema haciéndolo más resistente a grandes perturbaciones exógenas y endógenas y, por lo tanto, en términos actuales, haciéndolo más resiliente. Tales grandes perturbaciones, asociadas en general a fenómenos catastróficos, como por ejemplo grandes ciclones, etc., determinan que, en ecosistemas altamente transformados y con baja capacidad de respuesta por grupos funcionales se produzcan cambios irreversibles. Así, generar o conservar resiliencia permite hacer mayor el umbral de cambio que separa dos sistemas completamente diferentes y determina que la energía necesaria para tales cambios sea mucho mayor, dado que el sistema siempre se va a mover, porque no olvidemos que estamos hablando de sistemas altamente dinámicos, dentro de una misma cuenca de atracción.
Todas estas reflexiones nos llevan a preguntarnos por la importancia o el papel que juega la biología de la conservación, o los biólogos conservacionistas, en un mundo altamente cambiante. Las políticas de conservación, en general, se encuentran sesgadas y fuertemente influidas por la corriente de pensamiento estática propia, como hemos dicho, del mundo de la botánica, principalmente. Esta mentalidad es la que ha trascendido sobre todo a la opinión pública y es con la que los gestores encargados de gestionar los fondos dedicados a la conservación se manejan en su quehacer diario. Se invierten grandes sumas de dinero en proteger tal o cual especie, el lince, por ejemplo, sin tener en más consideración el papel ecológico que puede jugar allí donde éste vive. Por otra parte, la gestión de las áreas protegidas implica generalmente la limitación en el aprovechamiento de los recursos naturales o, hablando en términos de economía ecológica, de los servicios ambientales. Esta concepción fijista que deriva de la idea subyacente de tratar de mantener un determinado espacio-ecosistema igual a sí mismo en el tiempo conlleva que en muchos casos se esté perdiendo una gran cantidad de resiliencia debido a que la explotación natural de los recursos por parte de los humanos a lo largo de miles de años de evolución compartida se está viendo impedida. Y sin embargo, es este aprovechamiento tradicional e inteligente (dentro de la naturaleza y no fuera de ella como actualmente nos consideramos en el supuesto mundo avanzado en el que nos movemos habitualmente en el llamado primer mundo) el que ha permitido que el entorno del mediterráneo, por poner un ejemplo asociado a las latitudes en que nos encontramos, sea uno de los cinco puntos con mayor biodiversidad del planeta. Es la explotación inteligente e integrada de los recursos lo que ha permitido que una dehesa siga siendo una dehesa. Si eliminamos el carboneo y el pastoreo de este tipo de sistemas y les dejamos que deriven hacia una fase de mayor estabilidad (entendida en términos de cambios más lentos) y por tanto más vulnerable, estamos exponiendo al sistema a la posible acción de perturbaciones que le lleven al colapso, como por ejemplo un incendio. En cualquier caso, este incendio, que no es en sí mismo malo para el bosque mediterráneo, sino todo lo contrario, o cualquier otra gran perturbación, sería, en términos de bucle adaptativo, una gran oportunidad para el sistema de cambiar y de renovarse.
Sin embargo, como decía, las políticas actuales de conservación se están decantando por el modelo inoperante de creación de reservas en las que, a modo de parque zoológico, se pretende mantener un tipo de naturaleza con fines casi turísticos. Mientras, al resto de las zonas no protegidas no se les da valor y se entiende que por quedar fuera de la ley son susceptibles de ser transformadas de una manera irreversible, en la mayoría de los casos a través de la urbanización (entendida en sentido amplio) o de la creación de campos de cultivo (monocultivos en general en países del tercer mundo).
Este tipo de gestión descerebrada y criminal, completamente ajustada al modelo económico capitalista que domina nuestras sociedades actuales debería ser substituida por una gestión en la que se tuviera en cuenta la raíz del problema. A partir de la implementación de prácticas que tuvieran en cuenta el conocimiento de conceptos ecológicos tales como el de escala o resiliencia, deberíamos solucionar el problema que actualmente compromete la salud de la vida de los hombres sobre la Tierra como consecuencia del modelo de vida insostenible e irrespetuoso (incluso con nosotros mismos) que llevamos. Sin embargo, si seguimos pensando que las transformaciones que tienen lugar a nuestro alrededor nada o poco tienen que ver con la solución del problema jamás conseguiremos, no ya detener, sino frenar, una consecuencia casi inevitable de nuestra forma de vida actual, que es el hambre, el dolor y la muerte de una ingente cantidad de la población humana, y sobre todo del tercer mundo. Si no entendemos que perturbaciones a pequeña escala pueden provocar grandes cambios en la gran escala (a nivel mundial), y si no entendemos que estos cambios no tienen porque ser necesariamente graduales, difícilmente atajaremos el problema. De hecho, parece que sólo empezaremos realmente a actuar cuando sea demasiado tarde y los efectos, altamente impredecibles y caóticos, sean irreversibles.
Sin duda, uno de los fenómenos que actualmente atraen más el interés de científicos, políticos, periodistas y de la ciudadanía en general es el del cambio climático, asociado a un cambio global causado, principalmente, por la sobre-explotación de los recursos y por el modelo de vida de los países del llamado primer mundo. Un modelo que, además, se está tratando de exportar a los, probablemente mal llamados, países en desarrollo, con todas las consecuencias nefastas que esta política de imposición, en general, acarrea en términos de identidad cultural, pérdida de las tradiciones, caciquismo, desplazamiento de grupos étnicos, deforestación y pérdida de bienes y servicios ambientales en países con una elevada biodiversidad. Este es sin duda un claro ejemplo, a mi juicio, de como procesos que tienen lugar a la pequeña escala, como puede ser una emisión puntual de gases de efecto invernadero o un vertido de residuos urbanos, se unen y se refuerzan mutuamente para provocar un cambio generalizado, esto es, en la gran escala, debido fundamentalmente a las corrientes atmosféricas y al ciclo del agua que, al fin y al cabo, vehicula y dirige todos los procesos asociados, y muchos no asociados, a la vida en nuestro planeta.
Por último, y a modo de resumen, quisiera incidir de nuevo sobre la necesidad de afrontar los problemas en ecología desde el marco de la complejidad, prestando especial atención a conceptos tales como el de escala, resiliencia ecológica o diversidad funcional.
Referencias bibliográficas
Ehrlich, P. R., Ehrlich, A. H. 1981. Extinction: the causes and consequences of the disappearance of species. Random Hose, New York.
Gunderson, L.H., Holling, C.S. 2001. Panarchy: Understanding Transformations in Systems of Humans and Nature. Island Press, Washington DC.
Lawton, J. H. 1994. What do species in ecosystems? Oikos, 71: 367-374.
MacArthur, R. H. 1955. Fluctuations of animal populations and a measure of community stability. Ecology, 36: 533-536.
Peterson, G., Allen, C. R., Holling, C. S. 1998. Ecological resilience, biodiversity and scale. Ecosystems, 1: 6-18.
Walker, B. 1992. Biological diversity and ecological redundancy. Conservation Biology, 9: 747-752.
Wilkinson, D. M. 1999. The disturbing history of intermediate disturbance. Oikos, 84: 145-147.
martes, 4 de septiembre de 2007
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1 comentario:
Interesante, y muy técnico, post. Sin embargo debo confesar que llevo visto el asunto este de la complejidad y la ecología en textos de hasta los años 70, y siempre se la presenta como algo nuevo cuando ni siquiera suele estar muy claro a qué se refiere eso de los sistemas complejos. Supongo que la cosa es que un ecosistema es un sistema no lineal. Para mi es más claro y menos místico expresarlo así que no diciendo que es complejo.
Sobre la escala, de acuerdo en general, es clave para entender algunos asuntos, pero no abusemos porque muchísimas características de los ecosistemas son precisamente fractales, es decir, independientes de la escala. Los ejemplos para mi más impresionantes son la relación especies-área, y el mismo proceso evolutivo de especiación y extinción.
Por último, en el tema de diversidad-estabilidad yo leo mucho al Tilman y creo que la conclusión general es que sí, cuanta más diversidad más estabilidad, pero siempre que haya roles redundantes en esa diversidad y que la interacción entre las especies sea poco intensa, como decía MacArthur.
Tengo un resumencillo personal de estos asuntos de diversidad-estabilidad, pero no creo que sea cuestión de cansar demasiado al personal aquí. Luego si quiere Raúl se lo paso.
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