miércoles, 22 de agosto de 2007

Diosa Fortuna

Con un mp3 ya ligeramente anticuado espero, sentado en el andén de la estación, medio adormilado por el ritmo de la música que me acompaña, la llegada del tren. No corre ni una brizna de aire y el calor es asfixiante, lo que contribuye a potenciar el sopor que se apodera, lento pero tenaz, de todo mi cuerpo, de mí, de mi mente. Un creciente silbido, como venido de la nada, me llega hasta los oídos entremezclándose con la deliciosa melodía de un adagio en no sé que sinfonía del demonio para advertirme de que por fin ha llegado mi hora, la hora de marchar. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, me estremece y me agita, como si quisiera prevenirme de algo. Poco a poco me voy desperezando y, a la par que estiro mis brazos sobre la cabeza a la manera de un contorsionista y muestro mis marfíleas piezas bucales a la concurrencia, el tren hace su entrada en la estación. El velo suave, sedoso y agradable de indolencia que Morfeo había colocado delicadamente mientras dormía sobre la indigencia de mi cerebro se va desvaneciendo gradualmente, dejando al descubierto las heridas que ajan mi neocorteza. Heridas invisibles, a veces no conscientes y, mucho menos, verbalizadas, pero profundas. Leves pinchazos, un martilleo incesante de insatisfacción en un mundo ajustado, engranado a la manera de un reloj, en el que sólo aquellos que se adaptan, que se dejan llevar por la corriente que fluye, rápida y agitada, tienen alguna oportunidad de sobrevivir. Solamente aquellos que deciden tomar voluntariamente el tren del progreso, de "su" progreso, el de otros, están a salvo de la rapiña voraz, del cainismo feroz de sus propios hermanos de sangre, de su estirpe, de su rebaño o manada. Manada... sí, manada. Pero no una cualquiera. Una jauría de lobos, de lobos amaestrados, de lobos con el corazón de paño. De lobos asustados que noche tras noche, semana tras semana, año tras año, vuelven de forma inconsciente a la majada, al regazo calentito, tibio, del mundo que los creó. Y es ese mismo tren al que hoy, quizá voluntariamente, espero. Al tren de la opresión disfrazada de sonrisa, de la tiranía disfrazada de opulencia, de la muerte del individuo disfrazada de alegría colectiva. Ese mismo tren al que irremediablemente subo, al que hombres-no hombres, armados con fusiles y adornados con un aire de falsa amabilidad, me invitan a no dejar pasar de ninguna de las maneras. "Por su bien, - me dicen- , no abandone usted la marcha". Por mi bien... Sí, por mi bien, por el suyo, por el de todos... ¿por el de unos cuantos?

Una idea, un relampagueo clarificador, una luz casi divina me ilumina la escena y me la muestra en toda su crueldad. Al tiempo que las puertas del tren empiezan a cerrarse y un agudo pitido me tortura los oídos, veo, quizá demasiado tarde, todo lo que me rodea ahora una vez dentro del lujoso vagón. Caras demacradas, desfiguradas por el paso del tiempo. Rostros marcados, ojos tristes, cuencas vacías que miran sin mirar, bocas muertas, llenas de gusanos, que dicen sin decir. El horror, lo dantesco de la escena, me impulsa a hacer un último esfuerzo en tratar de alcanzar las puertas, que ya sólo dejan entrever ligeramente lo que se extiende más allá, al otro lado, ese mismo sitio del que provengo y al que ahora, retenido violentamente por aquellos que antes me dirigían amables palabras, no puedo volver. Me golpean en la cabeza con la culata del fúsil y siento que ese mismo velo de seda que pocos minutos antes había protegido mi intelecto del mundo exterior vuelve a hacer su aparición y se posa, esta vez pesadamente, sobre mí. Un velo de seda y de acero, suave, delicado e infranqueable al mismo tiempo. Un velo no, un muro.

Tras minutos de delirio vuelvo a tomar conciencia de quién soy, de dónde me encuentro. Aguzo la vista y leo, aterrorizado, el cartel que está extendido frente a mi atónita mirada: "ciegos, mudos, sordos". Tal es el nombre del vagón del que no puedo escapar. Trato de entablar conversación con algunas de las personas, si así puede llamárseles, que me rodean. Todos giran la cabeza, todos vuelven sus opacas miradas hacia otro lado, al infinito. Nadie me oye. Puedo ver como todos tienen las orejas cortadas y cauterizadas. Nadie siente, nadie padece. Ni siquiera una niña con un teléfono móvil en la mano se percata de que un negro cuervo se está alimentando de sus ojazos, azules como el cielo, ya, tan pronto, privados de la oportunidad de contemplar, de vislumbrar siquiera, un atardecer de fuego o un resurgir de la vida en el bullir incesante de la alborada en la foresta. Bocas babeantes destilan olores azufrados mientras que un presentador alto y guapo, bien vestido y debidamente aseado, enseña, a través del querido, venerado, televisor, la realidad-irreal de un mundo que ha dejado de existir. Playas paradisíacas, bosques húmedos repletos de vida, vergeles, auténticos paraísos cobran una nueva forma, la de la virtualidad, a través de la pantalla extraplana del dios de los hombres. Imágenes creadas por ordenador o extraídas con cuentagotas de archivos visuales clasificados ocultos en lo más profundo de las entrañas de la tierra, a salvo de posibles amenazas contra el orden socialmente establecido, contrastan con el paisaje yermo que avanza con paso firme a través de las ventanillas del tren. No hay cortinas, nada que impida mirar, pero nadie mira. Es mejor no hacerlo, ¿están preparados? ¿Alguna vez estuvimos preparados para mirar a través de las ventanillas del tren de nuestras vidas, para tomar conciencia de aquello que ocurre fuera del expreso del progreso en que tan absolutamente inmersos nos encontramos? Y si acaso hubo alguna vez, si existió en verdad un genio, un visionario que pudo contemplar horrorizado, y aun así con esperanza, el final inevitable al que nos conduce nuestro modelo de vida tan capitalista, tan injusto, ese modelo de vida basado en las diferencias abismales entre los ricos muy ricos y los pobres muy pobres, entre el padre asistencialista y el hijo venido a menos bajo el yugo de la falsa caridad, si alguna vez existió, digo, quizá se encuentre ahora junto a mí, condenado a morir estigmatizado y desprestigiado por una jerarquía que, válgame el cielo, sólo busca apagar, por nuestro bien, esa pequeña y tímida llamita verde que prende en nuestros corazones nada más nacer bajo la excusa de protegernos de nosotros mismos y de que podamos disfrutar, siempre dentro de lo establecido, de una vida carente de cualquier tipo de preocupación. Así es, de una vida sin vida.

Diosa Fortuna, a veces piadosa con nosotros, simples mortales, las más crudelísima, tú que me has brindado la oportunidad, si así puede llamarse, de vivir, de soñar, de respirar en un mundo cambiante, en un mundo de hombres cosificados y de individuos objeto, enséñame, aunque sólo sea por un instante, una fracción de segundo antes del temido día del juicio final, quién soy, quiénes somos nosotros, esa especie terrible, los hombres, y muéstrame la senda liberadora que conduce a la salvación del espíritu frente al destino inexorable casi, terrible, al que irresponsablemente nos entregamos bajo la promesa irreal de los que portan en sus impecables manos el cetro del poder y la justicia.

Tres Cantos, 12 de mayo de 2007

No hay comentarios: